1930: El día que un pueblo quedó huérfano
por Jorge Enrique Etchevarne
Lunes 13 de enero de 1930, ocho horas.
Promediaba
el verano y la capital aparentaba estar desierta. Pero esa tranquilidad, casi
pueblerina, era engañosa. En la madrugada del domingo una violenta explosión
sobresaltó a los vecinos de la Nueva Córdoba cuando autores desconocidos
atentaron contra la sede del consulado italiano. A pocas cuadras, el cónsul
Renato Giardini participaba de una fiesta social.
Las
fuerzas del orden estaban movilizadas. El policía Ramón Gacitúa resultó gravemente
herido al intentar desactivar la bomba y las autoridades esperaban dar con los
responsables. Se hablaba de un complot anarquista, y también de una acción
antifascista. Pronto se s abría.
El
calor de los últimos días había provocado el éxodo de los habitantes de la
ciudad. Los pudientes migraron hacia sus recoletas propiedades en las sierras o
en la campiña. Alta Gracia, La Calera, Arguello, Villa Allende, Unquillo,
Kilómetro 14, Río Segundo, Pilar, Jesús María y Totoral, eran sus lugares
vacacionales preferidos. Y quienes anhelaban sentir la brisa marina, eligieron
los siempre valorados balnearios de Mar Chiquita y La Para.
El resto de la población, varada en la capital, tenía que conformarse con los natatorios públicos del Parque Las Heras y del Sarmiento, o bien calmar los sofocones en las aguas del río Primero. En las jornadas agobiantes del verano centenares de familias, cargando sus vituallas, se descolgaban de las barrancas para refrescarse, y ese día no sería la excepción.
Quienes vivían en los ranchos y casuchas del Pueblo Nuevo, mucho más pobres, mitigaban el calor sumergiendo sus humanidades en el empobrecido curso de La Cañada. Las aguas del arroyo, a estas alturas transmutado en un hilo líquido, eran administradas criteriosamente por quienes, con un poco de suerte, conseguían apropiarse de algún sector privilegiado, resguardado por un sauzal. En el lugar elegido, ahuecaban el lecho barroso con las manos para dar forma a sus piscinas privadas, las que, una tras otra, formaban un encadenamiento de pequeñas lagunas.
El
encargado del dique San Roque había reportado que el nivel del lago estaba por
debajo de los 18 metros y los funcionarios de la capital cordobesa comenzaron a
preocuparse. La escasez de agua se advertía en muchos sectores de la ciudad y
los pozos semisurgentes no daban abasto. Cientos de mujeres, hombres y niños,
jóvenes y ancianos, peregrinaban con carretillas y carros cargados con tachos y
baldes para surtirse de ellos.
En las
sierras, los pequeños arroyos habían desaparecido y las vertientes eran
exiguas. Sólo los principales ríos mantenían cierto caudal, situación que
conformaba a los veraneantes pero no a los residentes. Había llovido, sí, pero
no lo suficiente para sentir alivio. La sequía se prolongaba demasiado; plantas
y animales la sufrían y el cambio meteorológico se hacía desear.
En
Villa Carlos Paz las chicharras anunciaban otro día agobiante. El canal que
construyó Don Carlos tiempo atrás, atenuaba en parte las necesidades del
pueblo. Los tanques de reserva y los pozos domiciliarios aseguraban el
suministro hogareño, pero todos se inquietaban por los cultivos y las bestias.
Ese
lunes de estío, como todos los días del año, las tareas de campo en la estancia
Santa Leocadia habían comenzado al alba. Pero el pueblo tenía su propio ritmo y
las calles aún se veían tranquilas. Los hornos de pan perfumaban el aire con su
delicioso aroma, entremezclado con la fragancia de la flora serrana que lo
invadía todo.
Los
repartidores circulaban en sus carros y jardineras, abasteciendo con frutas,
verduras, hortalizas y leche fresca a los veraneantes que alquilaban las casas
construidas por Carlos Paz y a las familias que poseían sus propias residencias
de veraneo, además de aprovisionar los
almacenes, hoteles y hospedajes de la villa.
Los
vehículos procedentes de Córdoba y de otras localidades serranas pasarían
recién cerca del mediodía. Solo “el petizo” Romeo Galvani, conduciendo su
elegante “Nash” de siete asientos y doble encendido, se les adelantó en
dirección a Las Cumbres, cumpliendo su itinerario de rutina hasta Villa
Dolores.
Algunos
viajeros se detenían para abastecerse del surtidor de nafta instalado
irrespetuosamente al lado del monolito inaugurado en 1915, frente al hotel “Carena”.
Conductores y pasajeros aprovechaban la oportunidad para estirar las piernas y
beber algo fresco en el bar aledaño.
Mientras
tanto, los huéspedes de los dos principales hoteles charlaban animadamente en sus
salones mientras terminaban el desayuno, esperando el arribo de los diarios de
la capital con las últimas noticias. Años atrás las publicaciones eran
despachadas por tren y un correo a caballo las retiraba de la estación
Cassaffousth junto con la correspondencia, pero desde el acondicionamiento del
camino nacional llegaban en la mensajería, más rápido y temprano.
Muchos
eran los temas de conversación en esos días: las amenazas bélicas entre Bolivia
y Paraguay, el casamiento del príncipe heredero Umberto con la plebeya María
José, la rebelión civil en el Indostán liderada por un tal Gandhi, la epidemia
mundial de psitacosis, y por supuesto, el inevitable tema del tiempo; el
meteorológico claro, porque del cronológico nadie se preocupaba.
Algunos
afortunados contaban orgullosos la experiencia de haber visto en persona a
quien llamaban “el ruiseñor porteño” en el “Palace Theatre” de Córdoba. Carlos
Gardel, acompañado por sus guitarristas Barbieri y Aguilar, se había presentado
el viernes y el sábado dejando sinnúmero de admiradores, y aún más, de
admiradoras. Otros habían concurrido al cinematógrafo –que algunos aún se
empecinaban en llamarlo biógrafo- para ver la versión sonora de la película “El
hombre de la máscara de hierro”, protagonizada por el actor en ascenso Douglas
Fairbanks.
Pocos
se enteraron de que el ministro nacional de Hacienda, Enrique Pérez Colman,
había estado en la villa el fin de semana, lugar elegido para las vacaciones de
su familia. Los partidos políticos se preparaban para las elecciones
parlamentarias de abril y el funcionario había traído instrucciones del
presidente Irigoyen para la ocasión. Tras algunas reuniones con la dirigencia
local, regresó a Buenos Aires en el expreso nocturno del domingo.
En los
pasillos y jardines del “Yolanda” se escuchaba el bullicio de los niños que se
preparaban para bajar a la playa de arena dorada que se extendía detrás del
hotel, llevando consigo sus baldes y palitas. El griterío infantil reverberaba
en los baldosones y arcadas de las galerías superiores y bajaba por la elegante
escalinata hacia el vestíbulo del hotel, cual cascada de alegría. Sus madres y
acompañantes intentaban en vano mantener el orden mientras hacían recuento de
lo que necesitaban para protegerse del sol; sombrillas y capelinas para ellas,
gorros y sombreritos para ellos.
Era
media mañana y timbró el teléfono en la casa de Carlos Paz. Atendió su hija
mayor Margarita, encargada de la pequeña central telefónica del pueblo. A
través del impersonal alambre escuchó la voz angustiada de su madre que la
llamaba desde la ciudad. Entonces, su cuerpo se petrificó, la palidez ganó su
rostro y por unos instantes no pudo articular palabra. Luego rompió en llanto.
El
desconcierto se apoderó del resto de la familia. Rosita, que hacía pocos días
había llegado de la capital para pasar sus vacaciones en “Las Margaritas”,
lloraba abrazada a su hermana. Nadie sabía qué hacer ni qué decir. Luego José
Bergamín se recompuso para anunciar la infausta noticia a los demás…
-
Don Carlos ha muerto!
-
o – o - o – o - o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o –
o –
A
las nueve y treinta horas del 13 de enero de 1930, en la clínica del doctor
Juan Caferatta, situada en la calle Vélez Sarsfield 328 de la ciudad de
Córdoba, dejó este mundo Carlos Nicandro Paz.
Meses
antes había regresado a la casa paterna de la calle 9 de julio esquina Jujuy,
aquella misma casa que lo vio nacer y que fue su hogar hasta 1890 cuando tomó
la decisión de hacerse cargo de “Santa Leocadia”.
En el
último año había adelgazado mucho, y aunque su físico acusaba los síntomas de
la cruel enfermedad que padecía, su carácter se mostraba firme como siempre.
Hacía ya un tiempo que había delegado los asuntos de la estancia en sus
allegados.
En
julio de 1929, cuando presagió que su final estaba próximo, redactó su
testamento y en un sobre lacrado con sus iniciales lo depositó en manos de su
amigo y albacea Facundo Escalera, presidente del Banco de Córdoba. Ya todo
estaba dicho.
Con
su desaparición física concluyó la etapa fundacional de nuestra ciudad, iniciada
en 1903 cuando Carlos Paz encaró la construcción del canal de riego y de las
primeras casas de veraneo. Luego de su muerte comenzó otra, caracterizada por el
dinamismo social y el acelerado desarrollo urbano de la pequeña villa que él
impulsó. Esa misma villa que cada día que pasa nos sigue sorprendiendo.
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